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    Viejas herramientas para nuevas agriculturas. Conocimientos campesinos, una herencia despreciada

    El espejismo de la agricultura industrial se desvanece. La generación que de joven se vio arrastrada por la corriente modernizadora envejece sabiendo que el anzuelo del productivismo les ha llevado a un callejón sin salida. Sin relevo generacional, siguiendo las instrucciones del último paquete tecnológico y a la espera de que la Unión Europea cierre el grifo de la PAC o que la subida del precio del petróleo eche por los suelos la rentabilidad de sus explotaciones sobretecnificadas, quienes todavía se dedican a producir alimentos conocen mejor que nadie los síntomas de un colapso que parece inminente.

    El espejismo de la agricultura industrial se desvanece. La generación que de joven se vio arrastrada por la corriente modernizadora envejece sabiendo que el anzuelo del productivismo les ha llevado a un callejón sin salida. Sin relevo generacional, siguiendo las instrucciones del último paquete tecnológico y a la espera de que la Unión Europea cierre el grifo de la PAC o que la subida del precio del petróleo eche por los suelos la rentabilidad de sus explotaciones sobretecnificadas, quienes todavía se dedican a producir alimentos conocen mejor que nadie los síntomas de un colapso que parece inminente.

    La degradación de las bases ecológicas que sustentan toda actividad agraria ha superado en muchos lugares los umbrales de reversibilidad: agotamiento y contaminación de las aguas, pérdida de suelo fértil, desaparición de la biodiversidad agraria, consumo desaforado de combustibles fósiles, ingente generación de residuos, etc.

    En lo económico, lejos de garantizar su continuidad, la integración de las actividades agropecuarias al entramado neoliberal y al nuevo orden tecnológico, ha desembocado en una desaparición masiva de explotaciones, así como en una disminución de la población activa agraria imposible de imaginar medio siglo atrás. El Plan de Estabilización Económica (1959) marca una tendencia, reforzada por el ingreso a la CEE y por la reciente fiebre urbanizadora, hacia la industrialización y la terciarización en un medio rural donde la tierra ha dejado de ser el centro gravitatorio de la vida social y económica para convertirse en reserva de suelo urbanizable.

    Atrás quedan los años de euforia en que cualquier crítica a un modelo que prometía acabar con la escasez de alimentos era sistemáticamente ridiculizada y ninguneada. Los escándalos alimentarios de los últimos años (vacas locas y su tóxica parentela), las recurrentes crisis sectoriales –siempre tan eficaces para cribar a los menos adaptados– y el avanzado proceso de terciarización y deslocalización de las actividades agrarias, han abierto grietas difíciles de disimular en el discurso agroindustrial. Tras medio siglo de primaveras silenciosas, nadie se sorprende de que la industria biotecnológica, en un alarde de cinismo, presente sus productos como una valiosa aportación para el desarrollo de una agricultura con menos químicos, lo que constata que la inviabilidad del modelo agroindustrial es algo que dan por hecho hasta los tecnócratas más optimistas. Pero en tiempos de verdades incómodas, la amplia aceptación de la crisis no hace más que potenciar la confusión y obliga a una constante interpretación de esta neolengua ecológica a quienes pretenden alejarse de la cultura bio y del ciudadanismo altermundista a través de pequeños espacios comunitarios y redes sociales basadas en la producción de alimentosii.

    Si resulta evidente que la experiencia acumulada en las últimas décadas abona la acción del presente con abundante material divulgativo, un mayor consumo local de alimentos ecológicos o la aparición de plataformas que se presentan como el embrión de un nuevo movimiento social desde lo agrario, no lo es menos que el desconocimiento generalizado de los errores y fracasos del pasado, así como la consolidación de la agricultura ecológica capitalista vinculada a la retórica ecotecnocrática, embotan el debate y entorpecen la práctica.

    Mientras siguen sin resolverse muchas de las carencias que ya arrastraban aquellas experiencias que en los años setenta creyeron encontrar en el medio rural el lugar idóneo donde proyectar sus fantasías revolucionarias, el acelerado curso de los acontecimientos nos sitúa en un nuevo escenario: sin abandonar su condición de fuente de energía y materia prima para la industria, de sumidero de residuos o de lugar de paso a disposición de las necesidades expansionistas de la mancha urbana, para el imaginario colectivo de esta sociedad tan cívica como sostenible, el llamado espacio rural ha dejado de ser aquel ponzoñoso baldío cultural impregnado por el autoritarismo, el tradicionalismo, el conservadurismo y la ignoranciaiii.

    Por el contrario, ahora todo lo que suena a típico, rústico o natural, goza del poder seductor de los exotismos que ávidamente persigue y consume una ciudadanía empachada de «innovaciones caóticas y desbordantes»iv. La idílica estampa puesta a disposición de domingueros y agroturistas oculta la realidad de un mundo rural plenamente integrado a la cultura y al ritmo de vida que éstos bien conocen, y al que, en vano, tratan de dar la espalda en sus breves escapadas vacacionales.

    Algo parecido sucedió a finales del siglo XVIII en Inglaterra. En plena crisis de la agricultura tradicional y cuando se agudizaba el éxodo de la población rural más depauperada hacia los nacientes polos industriales, se puso de moda una corriente artística que en sus pinturas reflejaba bucólicas escenas campestres que lucían graciosamente en los salones de las mejores casas, pero que no guardaban ningún parecido con la miseria que entonces sufría gran parte del campesinado inglésv. Dos siglos más tarde, sin embargo, cuando la mera contemplación de un cuadro no basta para evadirse de la realidad, la movilidad generalizada y la estandarización de las apetencias están motivando la expansión del turismo ahí donde la industrialización agraria ha dejado de ser viable.

    Convertido en patio trasero de las regiones metropolitanas, lo que en su día se conocía por medio rural es un espacio sometido a las estructuras políticas y los procesos económicos que tan eficazmente entorpecen y marginan cualquier intento de organización autónoma de la cotidianidad. Por ello, los colectivos que hoy día trabajan en la construcción de procesos sociales emancipadores desde lo agrario, sin poder eludir ni solucionar los conflictos y disfunciones propias de toda organización comunitaria y asamblearia, deben enfrentar la presión de un entorno crecientemente hostil. Un entorno en el que la especulación galopante, la crisis ecológica, la ilegalización de muchas prácticas domésticas y artesanales o la generalización de los hábitos y las enfermedades propias de la civilización técnica, dificultan enormemente el acceso a la tierra y convierten cualquiera de estas pequeñas iniciativas en una aventura colmada de sinsabores.

    En tales circunstancias es fácil comprender que la crítica y la protesta se centren en cuestiones tan urgentes como las guerras del agua, la destrucción de los espacios agrícolas o los transgénicos, y que la reflexión en estos grupos se limite a los aspectos relacionados con la mera supervivencia del proyecto. Sin embargo, es triste constatar una desatención bastante generalizada y una falta de respuesta ante un acontecimiento que modificará el paisaje cultural de forma irreversible, y que planteará nuevas dificultades a unos proyectos ya de por sí bastante precarios: el ocaso de las agriculturas preindustriales y la desaparición de los sistemas culturales, sociales y cognitivos asociados a éstas. La extinción de un mundo que en occidente ya pertenece, para orgullo de progresistas y tecnófilos, a un pasado superado.

    Los cambios introducidos por la Revolución Verde marcan un antes y un después difícil de obviar en el proceso que históricamente ha moldeado las sociedades rurales y los ecosistemas que éstas manejaban. Es cierto que en a lo largo de la historia se han producido otros episodios en los que la estructura de los sistemas agrarios mudaba de forma más o menos traumática: la Reconquista echó por los suelos la agricultura andalusí; la modernización de la rapiña colonial a través del sistema de plantaciones consolidó la ruina de las tierras colonizadas así como el despegue del capitalismo; la incorporación de los cultivos americanos modificó en apenas dos siglos la agricultura y la dieta europea; las reformas liberales del XIX acabaron con el sistema de aprovechamiento agrosilvopastoril y las instituciones sociales que durante siglos habían velado por su funcionamiento, etc. Pero ninguna de las grandes transformaciones anteriores implicó una ruptura tan brusca como la que ha supuesto el salto a la agricultura industrial.

    Cuando los cambios acontecen a un ritmo tan acelerado como en el último siglo, la distancia cultural entre generaciones sucesivas se ensancha hasta tal extremo que, a pesar de la convivencia y el trabajo compartido entre progenitores y su descendencia, la muerte de los ancianos conlleva la pérdida de unos saberes que habían garantizado la reproducción de las comunidades hasta fechas recientes, pero que en el nuevo escenario resultan innecesarios. Desde hace un tiempo, el acervo cultural que sostenía la agricultura preindustrial ha dejado de utilizarse; sin embargo, es precisamente ahora cuando están muriendo las últimas personas que todavía emplearon unos conocimientos que se han visto irremediablemente condenados a la condición de folklóricos anacronismos.

    Más allá de lo que supone este tránsito para la riqueza cultural de cualquier sociedad, la desaparición de los últimos testimonios vivos de un mundo que, como tantos otros, ha sido absorbido por la vorágine de la homogeneización moderna, añade una dificultad insuficientemente valorada para quienes pretenden ensayar nuevas formas de relacionarse con la naturaleza y de organizar lo cotidiano. Al aceptar la inviabilidad del modelo agroindustrial se hace necesario recurrir a otras fuentes de saber con las que construir nuevos sistemas de producción, y parece evidente que la agricultura tradicional adaptada a los territorios que habitamos es una de las mejores opciones que tenemos a nuestro alcance.

    Aunque la historiografía, la etnografía o la antropología ofrecen abundante material, esta recuperación momificada en libros o museos carece del valor que tienen la experiencia acumulada y los recuerdos conservados por aquellos que conocieron y practicaron una agricultura no colonizada por la lógica industrial. En tal situación, la inminente muerte de estos informantes privilegiados, convierte en urgente la tarea de rescatar lo poco que todavía se mantiene del conjunto de saberes preindustriales.

    * * *

    Si de forma espontánea muchas de las personas que vienen practicando la agricultura ecológica desde hace más de treinta años, se han interesado y han incorporado a sus sistemas productivos los conocimientos que sus vecinos o familiares ancianos les ofrecían, ha habido que esperar hasta la década de los noventa para que una corriente mínimamente exitosa en el ámbito de las ciencias agronómicas reconociera el valor de este acervo cultural. Un corpus teórico que se presenta como la crítica definitiva al paradigma de la agronomía actual y que bebe de distintas ciencias sociales para plantear un nuevo modelo de desarrollo rural.

    Más o menos en estos términos se expresa el discurso de la Agroecología, una corriente académica que con su crítica científica al modelo agroindustrial ha logrado calar entre muchos sectores descontentos con la actual situación de la agricultura y el medio rural. El atractivo de este nuevo concepto radica en que cada cual puede entenderlo como más le plazca, lo que sin duda es una gran ventaja en el escaparate de las banderas ideológicas alternativas.

    La acepción que cuenta con más adeptos, y entre ellos Miguel Ángel Altieri, el divulgador más popular de la Agroecología, es la que nos habla de una ciencia a caballo entre la ecología y la agronomía que, a partir del análisis de los componentes y las relaciones que se dan en un agroecosistema, postula los principios universales de su funcionamiento y permite valorar las técnicas de manejo empleadas en los distintos sistemas productivos. Una aproximación que no renuncia a la rentabilidad de las explotaciones, pero que pone el énfasis en la reproducción de los ecosistemas y de las comunidades con las que éstos coevolucionan. En palabras de Altieri, «las bases ecológicas para una agricultura sostenible».

    La Agroecología entendida como una ciencia no vacila al defender la universalidad de sus conocimientos, aunque se aparta de la agronomía convencional cuando recuerda que las técnicas productivas deben estar adaptadas al medio social y ecológico en el que se implementan.

    A esta dimensión técnica o ingenierilvi de la agroecología, se le añade el estudio de las sociedades campesinas: los lastres que arrastran, las adaptaciones que han desarrollado, el valor que poseen o los conflictos que protagonizan. Del cruce de caminos entre varias corrientes heterodoxas de la sociología rural, la historiografía marxista, la antropología, la economía y las ciencias políticas, surge una crítica al modelo de desarrollo rural que acompaña a la Revolución Verde. El rechazo a la modernización agraria se convierte en una apología de las sociedades y las culturas campesinas basada en su persistencia y su capacidad de adaptación a lo largo de la historia. Aparece aquí uno de los tópicos más recurrentes de la teoría agroecológica: la negación del dogma de fe progresista que postula la desaparición del campesinado como inevitable resultado de la expansión capitalista. La persistencia de esta clase incómoda en muchas partes del planetavii sigue funcionando como aval para los argumentos de autores que, como Eduardo Sevilla Guzmán, arremeten contra las teorías sociales de cuño liberal o marxista que entienden la historia como una sucesión teleológica de etapas diferenciadas, que coexisten solamente durante el período de tiempo necesario para que la nueva forma de organización sustituya a la anterior. Interpretaciones que extrapolan a la realidad el supuesto teórico de la no coexistencia de distintos modos de producción, olvidando que tal premisa no era más que una de las estrategias metodológicas que Marx utilizó para analizar el capitalismo. Una postura mantenida también por Jacques Ellul, quien no vacila al afirmar que dos civilizaciones no pueden coexistir, y que las enormes diferencias que todavía se dan entre unas regiones y otras son debidas, en gran parte, a la resistencia a desaparecer que ofrecen los vestigios de civilizaciónviii.

    Mediante distintas metodologías participativas, se nos dice, las comunidades campesinas pueden detectar su propio potencial endógeno (ecológico y humano) a través de una reflexión que es entendida como un proceso de empoderamiento. Siguiendo con su retórica habitual: un planteamiento transdisciplinar como guía para construir un nuevo paradigma de desarrollo rural sostenible de naturaleza endógena.

    La propuesta teórica de la Agroecología «no logra escapar a los esquematismos sociológicos que inundan los departamentos universitarios»ix, ni salirse del pantanoso terreno de un ecologismo socialdemócrata que confía en la capacidad de expertos bienintencionados (técnicos y políticos) para inventar soluciones capaces de sacarnos del atolladero en el que nos encontramos, eludiendo cualquier ruptura social o cultural con el presente establecido. Un planteamiento que a lo poco que sabe es al agridulce sabor de las expectativas defraudadas, puesto que tras la enumeración, detallada pero siempre parcial, de los procesos históricos que nos han llevado a una realidad que es incluso más insoportable que insostenible (lo que es difícil de percibir desde la cúspide de la jerarquía académica), nos propone una serie de trucos cosméticos orientados a suavizar los rasgos más desagradables del retrato que acaba de ofrecer. Presentar un diagnóstico que invalida punto por punto el proceso modernizador agrario, para proponer, acto seguido, un tratamiento que en buena medida lo perpetúa, conlleva necesariamente la desautorización tanto del diagnóstico y del tratamiento planteados como de quien los emite.

    Por último, del encuentro de estos agroecólogos con algunas organizaciones agrarias o colectivos sociales del medio rural va naciendo un movimiento social agroecológico. Movimiento que en América Latina, la cuna de la Agroecología, está protagonizado por grandes organizaciones campesinas e indígenas, por ONG de ayuda al desarrollo e incluso por organismos gubernamentales como sucede en el Brasil de Lula.

    Tras este somero esbozo, podría parecer que la agroecología es algo carente de interés para aquellos grupos que entienden su práctica como parte de una crítica radical, pero lo cierto es que desde hace un tiempo en algunos ambientes de la agricultura ecológica, la okupación rural y del consumo crítico, está calando la terminología agroecológicax. Pero si la agroecología resulta interesante para el objetivo de este texto es debido al acento que pone en los conocimientos campesinosxi y a la importancia que les atribuye en el diseño y la puesta en práctica de nuevos modelos de apropiación de la naturaleza.

    Uno de los autores más citados en el terreno de los conocimientos campesinos es el mejicano Víctor Manuel Toledo, que siguiendo el gusto de muchos académicos por los neologismos presenta la etnoecología como una disciplina que se aproxima de forma holística al conjunto de usos y saberes (praxis), lecturas e interpretaciones (corpus) y creencias y representaciones (kosmos), de las sociedades campesinas. La estrecha vinculación entre las prácticas agrarias y el entramado cultural que las sustenta es una obviedad que a decir de los agroecólogos ha sido menospreciada por la mayoría de «científicos, tanto sociales como naturales [que] han intentado la investigación de las actividades prácticas como aspectos secundarios de la investigación de los sistemas cognitivos, perpetuando una tendencia a considerar la cultura como distinta y ampliamente autónoma con relación a la producción; cuando en realidad, en las culturas campesinas agricultura y cultura forman toda una unidad»xii. En esta misma línea, el antropólogo Raúl Iturra relaciona praxis y kosmos cuando define al campesino como «la persona que aprende, en la práctica del trabajo, la manera de entender el universo que lo circunda»xiii.

    A lo largo de los últimos años la producción académica relacionada con el conocimiento indígena, «local» o «tradicional»xiv se ha visto incrementada en campos como la producción agrícola, la medicina humana y animal, el manejo de bosques, etc.xv Una serie de trabajos de los cuales deriva la noción de que «el conocimiento local generado de la interacción hombre-naturaleza en cada agroecosistema supone la acumulación histórica de formas específicas de manejo y por tanto de soluciones endógenas producto de la coevolución social y ecológica»xvi. Ésta es una de las aportaciones más relevantes de la teoría agroecológica; sin embargo, se trata de una “revelación” que dejaría impasible a muchos campesinos que son plenamente conscientes de la gran variedad de soluciones posibles frente a situaciones análogas (lo que viene a llamarse diversidad cultural), de las diferencias que existen entre comunidades vecinas o entre una finca y otra en cuanto al manejo de los ecosistemas se refiere.

    En sus investigaciones sobre la racionalidad ecológica de la producción campesina, autores como Toledo o Altieri han descubierto que los conocimientos empleados por las comunidades campesinas se corresponden con un sinnúmero de disciplinas científicas tales como la astronomía, meteorología, geología, ecología, botánica, agronomía, fisiología, geografía, medicina, etc. Un conjunto de saberes homogéneo para el pensar campesino que, sin embargo, estos autores han tenido que parcelar en su intento de comunicarlo a un público moderno.

    La clasificación más difundida en los textos agroecológicos es la que propuso Altieri y que encasilla los conocimientos campesinos en tres categorías:

    El conocimiento sobre el medio ambiente que se refleja por ejemplo en la observación de la fenología vegetal como indicador climático, o en las taxonomías locales de suelos, que también se corresponden con las científicas pero que además introducen variables como el color, la textura o el sabor, y que permiten «detectar el suelo más útil para cada cultivo e, incluso, su potencial agrícola».

    El conocimiento sobre taxonomías biológicas locales, apreciable en la correlación entre los nombres tradicionales de plantas y animales y su estatus taxonómico (que suele acercarse bastante a los resultados de la taxonomía científica).

    El conocimiento sobre prácticas agrícolas de producción, en el que Altieri incluye distintas prácticas orientadas a resolver problemas como las pendientes, las inundaciones, la sequía, la baja fertilidad del suelo o las plagas y enfermedades. Algunas de estas prácticas serían el mantenimiento de la biodiversidad, la continuidad espacial y temporal, la utilización óptima de recursos y del espacio, el reciclaje de nutrientes, el aprovechamiento del agua, la protección de cultivos o el control de la sucesión ecológicaxvii.

    Otro intento de clasificación de los conocimientos campesinos es el que presenta Toledo y que divide los conocimientos sobre los recursos que manejan los productores campesinos en cuatro escalas: geográfica (incluyendo macroestructuras y asuntos como el clima, nubes, vientos, montañas, etc.); física (topografía, minerales, suelos, microclima, agua, etc.); vegetacional (el conjunto de masas de vegetación), y biológica (plantas, animales y hongos). Paralelamente, y basándose en cierta literatura antropológica plantea una distinción entre cuatro tipos de conocimiento: estructural (relativo a los elementos naturales o a sus componentes); dinámico (que hace referencia a los procesos o fenómenos); relacional (unido a la relación entre o en el seno de elementos o acontecimientos), y utilitario (circunscrito a la utilidad de los recursos naturalesxviii. Siguiendo con la argumentación de Toledo, los campesinos, gracias al conocimiento que poseen sobre el medio local son capaces de reconocer distintas unidades eco-geográficas, de las que derivan unidades de gestión mediante las cuales, aquéllos, se apropian de los recursos naturales desplegando una estrategia de uso múltiple. El problema, según Toledo, es conocer cómo se conecta ésta lógica de producción con el cuerpo cognitivo que la sustenta.

    Como advierte Camila Montesinos, la gran mayoría de las investigaciones sobre los conocimientos tradicionales se quedan en una mera descripción de ejemplos concretos con poca o nula comprensión de los mecanismos y las lógicas internas de los procesos de creación de nuevos conocimientosxix. Esta autora plantea la hipótesis de que a pesar de su gran heterogeneidad, las distintas culturas rurales enfrentan la construcción de conocimiento a través de mecanismos y visiones que tienen componentes y estructuras comunes. Un método universal al que denomina «método rural» y que también comparten las personas que se han “ruralizado”, independientemente de su cultura de origen. En este sentido, autores como Eduardo Sevilla o Sidney Mintz están de acuerdo en que el conocimiento local no tiene por qué ser “ancestral”. Un aspecto de sumo interés para las cuestiones que se abordarán en este artículo.

    En relación a estos mecanismos de generación de nuevos conocimientos, Montesinos destaca que el aprendizaje se realiza sin preguntas. Algo que marca una clara diferencia respecto al método científico, en el que las preguntas, ya sean explícitas o implícitas, son un componente imprescindible e incuestionable en los procesos de aprendizajexx. Las preguntas focalizan nuestra atención y nuestros sentidos, y si recibimos respuestas no esperadas tendemos a no considerarlas o a descartarlas. Por otro lado, el no saber a priori qué se va a aprender (ni cómo ni donde) requiere mantener la atención en el conjunto del entorno. En tales condiciones, toda información se puede considerar relevante. Es por ello que «el aprender sin preguntas llevaría naturalmente a un conocimiento holístico, multifacético y multisensorial».

    La segunda característica destacada es que el conocimiento se presenta corporeizado. Se construye mediante todo tipo de percepciones, no solamente a través de la vista y el oído (sentidos privilegiados en los sistemas modernos de apreciación y evaluación), sino que entran en juego el olfato, el tacto y el sabor, pero también el sentido de temperatura, de orientación, de peso o de equilibrio. Es el cuerpo en su conjunto el que percibe el entorno, se trata de un conocimiento que se siente y no solamente se sabe y por lo tanto no se espera que individuos distintos coincidan en su percepción ante determinadas experiencias. Un conocimiento personalizado que no necesita sistemas universales de medición y que generó una serie de unidades de medida cuyos nombres han perdurado (pulgada, pie, brazada, manojo), si bien perdieron su significado original tras su moderna estandarización.

    Un aspecto polémico sobre la naturaleza del conocimiento campesino es el de la experimentación. Hay autores que la niegan argumentando que es un saber basado en la experiencia y no en el experimentoxxi; pero muchos otros mantienen que el conocimiento campesino tiene una fuerte componente experimental, que no sólo deriva de la observación de los fenómenos naturales. Estos últimos describen los ensayos que las familias campesinas realizan, aunque más bien debería hablarse de las mujeres, en las pequeñas parcelas dedicadas al autoabastecimiento, donde aplican los «principios agroecológicos sin conocer el por qué de éstos, pero descubriéndolos por el método de la prueba y el error»xxii.

    El conocimiento y las técnicas de cultivo se desarrollan en el ámbito familiar pero es en el seno de la comunidad donde el conocimiento campesino «adquiere su contexto real y donde se mantienen las bases de su renovabilidad sociocultural»xxiii. El conocimiento de la comunidad es más completo que el de un sólo individuo, pero esta agregación de saberes individuales no implica su homogeneización sino que actuaría como un registro de todas las opciones posiblesxxiv. J. Van der Ploeg llegó a identificar hasta 400 decisiones implicadas en el cultivo del trigo que condicionan, respectivamente, una cadena bien definida de tareas como la preparación del suelo, la fertilización, la selección de la semilla, la siembra o el control de plagas. Tareas que a su vez engloban sendas cadenas de acciones más específicas que están coordinadas para coincidir con las condiciones ambientales más adecuadas y con el desarrollo de las demásxxv. Teniendo en cuenta que no existe un modo correcto de llevar a cabo una tarea sino que éste depende en gran medida de quien la ejecuta, nos encontramos que en una misma comunidad la realización de las faenas adquiere tantas formas como personas la integran.

    El saber campesino se adquiere y es validado a través de la transmisión oral y de la experiencia compartida; no se acumula ni se encuentra en libros o en archivos sino en el conjunto de herramientas, técnicas y estrategias que utilizan las comunidades. Esto implica que los esfuerzos realizados desde aquellas disciplinas científicas que pretenden rescatar tal saber, no alcanzan más que a mostrar retales de un conocimiento que no pueden, ni pretenden, recrear. Cuando las comunidades que producen y mantienen un sistema de conocimientos de este tipo desaparecen, o cuando lo que desaparece es el medio en el que éstas desarrollan su vida, el esfuerzo por documentar parte de sus saberes no cae en saco roto pues, hipotéticamente, podrían ser útiles para otros grupos. Pero por más recopilaciones que se lleven a cabo, privado de su entorno social y ecológico (sin el kosmos y la praxis que diría Toledo), puede permanecer el conocimiento sobre el corpus del saber campesino pero no éste como tal. De este modo, y por citar sólo un ejemplo, el empeño de muchos científicos en recopilar cuanto antes la información que las culturas amazónicas poseen sobre el bosque, con el fin de rescatar los conocimientos que serían útiles para su manejo ecológico, una vez haya desaparecido el medio que lo ha generado no logrará preservar un saber referencial sobre la biodiversidad que requiere de su “centro de documentación natural” para asegurar su permanencia. Es descabellado pensar que sin esta “biblioteca” los indígenas podrían contarnos a los demás, verbalmente, todos sus conocimientosxxvi.

    Los voceros de la agroecología académica, sin embargo, no se limitan al mero rescate de conocimientos arrinconados por la modernización sino que defienden la utilidad de los saberes campesinos para el diseño de «agroecosistemas sostenibles», y la necesaria articulación entre el conocimiento científico y el saber campesino en un proceso que han bautizado como «diálogo de saberes». Esta feliz expresión, tan efectiva en sus sesiones magistrales, puede entenderse como una reedición de las tesis de la agronomía social Chayanoviana, cuyo objetivo no era otro que la introducción de la racionalidad científica en los procesos que espontáneamente llevaban a cabo las comunidades campesinas. El problema radica, como bien señala Montesinos, en saber si es posible un diálogo que no caiga en un adoctrinamiento científico del campesinado, ni en un intercambio desigual entre un saber campesino que aporta materias primas empíricas de forma gratuita y un conocimiento científico que se lucra con los productos elaborados por su racionalidad.

    Un problema resuelto, con su desparpajo habitual, por Félix Rodrigo Mora, quien postula «el retorno, pero a un nivel superior y mejor a la del pasado, a una agricultura popular, realizada por la gente corriente desde la experiencia reflexionada, elaborada y puesta en común; agricultura sin académicos fatuos e ignorantes, sin sabidillos multititulados, sin expertos atiborrados de bibliografía en inglés, causantes todos de desastres mil»xxvii.

    Los defensores del «diálogo de saberes» tienen aprendidas las críticas epistemológicas al modo de razonar científico basado en el objetivismo, el atomismo, el mecanicismo, el universalismo y el monismo. Apuntan a la ciencia y a la tecnología como legitimadoras de los procesos de modernización responsables de la «homogeneidad sociocultural que invade el proceso histórico reciente»xxviii, y admitirían que «es difícilmente justificable el determinismo implícito en la ciencia convencional cuando tratamos con sistemas ecosociales complejos, inciertos e indeterminados»xxix. Que existe «una indeterminación aparente que nace tanto del carácter incierto, cambiante, relacional e imprevisible de estos sistemas como de la heterogeneidad de visiones legítimas con las que se pueden interpretar los mismos». Una indeterminación que abre el hueco «donde podría tener cabida la participación de los no-expertos en el ámbito de lo epistemológico»xxx.

    Sin embargo, cuando se trata de la creación de nuevos conocimientos, la mayoría de estos científicos concienciados sobre la importancia de la participación y del conocimiento local, sobre la necesidad de ver a las personas como sujetos de desarrollo –y no como meros beneficiarios–, así como sobre la especificidad de las formas de manejo campesinas; a pesar del utillaje metodológico pretendidamente transformador (véase la investigación-acción participativa, la educación popular o la transferencia horizontal de tecnología), recurren casi exclusivamente a métodos y enfoques compatibles con el método científico y con la cosmovisión moderna. Se da, en estos casos, la paradójica coexistencia entre un discurso que otorga la categoría de principio fundamental al respeto de las culturas y el conocimiento campesino, con una práctica que considera ese conocimiento y esas culturas como irrelevantes o inadecuadas para la creación de nuevos conocimientosxxxi.

    Aunque les duela reconocerlo, muy a menudo el «diálogo de saberes» que proponen estos investigadores no es otra cosa que una sistematización, cuando no una validación, del saber campesino que «sitúa a los métodos locales de comprobación del conocimiento en una categoría inferior o sin utilidad. Peor aún, entrega la capacidad de determinar lo correcto solamente al método científico»xxxii.

    Sin duda, las exigencias formales del pretendido rigor científico, la competitividad atroz que impone objetivos y resultados rentables, o el engreimiento característico de los científicos reputados, no ayudan a establecer las relaciones horizontales o los procesos bottom-up que tanto pregonan los paladines de este diálogo de saberes.

    * * *

    Las siguientes páginas están dedicadas a la recuperación de conocimientos campesinos tradicionales por parte de aquellos grupos que entienden su actividad agraria como algo que trasciende la esfera meramente productiva. Sin embargo, estos colectivos no son los únicos interesados en tales asuntos.

    Ya se ha comentado que los agroecólogos universitarios se interesan por los conocimientos campesinos como parte de su trabajo de investigación. En el caso de los productores ecológicos, su interés responde a la prosaica motivación de mejorar la eficiencia de sus sistemas productivos y mantener los rendimientos a largo plazo. Por otro lado, en las pequeñas empresas dedicadas a la artesanía, estos saberes pueden suponer una buena oportunidad para incrementar el valor añadido de sus productos y un excelente reclamo publicitario.

    Parece, pues, que la recuperación de conocimientos tradicionales satisface de manera solvente un amplio abanico de necesidades harto contemporáneas.

    En aquellos lugares donde las gentes del medio rural ya desempeñan un rol bastante próximo al de «jardineros de la naturaleza», algunas instituciones locales (ayuntamientos, asociaciones culturales) están promoviendo, con fondos públicos, un sinfín de iniciativas que muestran distintos aspectos de un pretérito sistema cultural convertido actualmente en simple reclamo turístico. Tan bochornosos como los molinos, almazaras, aserraderos y demás infraestructuras preindustriales rehabilitadas como espacios educativos para escolares o domingueros y que, salvo en contadas excepciones, jamás son utilizados con el fin para el que fueron construidos, lo son algunos actos lúdicos en los que se escenifican momentos del trabajo agrario tradicional, los museos caseros donde se amontonan reliquias que no hace tanto tiempo formaban parte del trabajo cotidiano, o la imagen de tantas herramientas y aperos restaurados para adornar jardines y estancias en establecimientos de turismo rural.

    Actividades que responden a la voluntad de algunos municipios que tratan de promocionarse en el mercado de territorios-empresa, al entusiasmo de filántropos tan orgullosos del modo de vida de sus antepasados como satisfechos del proceso modernizador que ha permitido su liquidación o, simplemente, al mero interés lucrativo como en el caso de los “mercados medievales” donde, a modo de circo, se exhiben las habilidades de artesanos que todavía utilizan técnicas tradicionales.

    En contraste con esta recuperación desnaturalizada de los saberes campesinos, existen múltiples ejemplos en los que éstos siguen aplicándose para el manejo de tierras de labor, pastos, rebaños o bosques. De hecho, gran parte de los actuales agricultores ronda una edad bastante avanzada y a pesar de haber abrazado plenamente las recetas de la agricultura industrial nunca han dejado de considerar y utilizar las enseñanzas de sus mayores; siempre y cuando éstas mantengan su funcionalidad y no entren en conflicto con las instrucciones de los ingenieros, ni con las obligaciones legales que marcan el ritmo y las formas en que desarrollan su trabajo. Claro que esta afirmación dejaría de ser válida para los jóvenes agricultores formados en el paradigma agroindustrial, o aquellos que se han especializado en los sectores productivos más tecnificados.

    Pero sin duda es en el ámbito de la producción ecológica donde más extendida está la voluntad de incorporar a los actuales sistemas productivos algunos de estos usos y saberes despreciados por la agronomía convencional. La convicción de muchos productores ecológicos en la inviabilidad del modelo agroindustrial, y la creencia generalizada en las bondades de un modo de apropiación de la naturaleza que ha sabido adaptarse durante siglos a las dinámicas ecosistémicas sin amenazar las «bases de su renovabilidad», explican tal interés por los conocimientos campesinos. Sin embargo, no se debe cometer el error de identificar la producción agraria ecológica con un retorno a las prácticas agropecuarias tradicionales. Lejos de este falso estereotipo, los aspectos rescatados de la agricultura tradicional «autóctona» o de otros lugares del mundoxxxiii, forman parte de unos sistemas de conocimiento y manejo donde dominan las aportaciones de las distintas escuelas modernas de agronomía; desde las excentricidades nada tradicionales de la biodinámica o la permacultura, hasta los últimos inventos de la ciencia y la ingeniería agrícola.

    Con el paso de los años la producción ecológica se ha desvinculado del ámbito de la transformación social. Los gigantes empresariales que controlan la distribución de alimentos a escala planetaria han desembarcado en el mercado ecológico, y en el terreno de la producción se expande lo que podría denominarse como «industria neo-química»xxxiv. Un sector a menudo auspiciado, cuando no directamente vinculado, a las multinacionales que dominan el mercado de los insumos agrarios.

    Desde que la agricultura ecológica ha conquistado la categoría de alternativa consentida, empieza a ser apoyada por las instituciones estatales que «pretenden reforzar la significación estratégica de aquélla, como mercado para la industria neo-química, como novedosa rama donde realizar una acumulación muy rápida de capital, como fórmula ideológica para tranquilizar a quienes contemplan con inquietud el ecocidio en curso y como agregación de técnicas de cultivo que quizá permitan al orden constituido salir del atolladero en que está a causa de la brutalidad y torpeza de la agricultura convencional»xxxv. Rodrigo Mora acierta al recordarnos que la agricultura ecológica no sólo está emponzoñada en lo que se refiere a su integración al capitalismo verde y a las políticas de la ilusión renovable, sino también en cuanto a su dependencia respecto la industria química y biotecnológica.

    Una realidad que se deberá tener muy presente al valorar la práctica de aquellos colectivos que vinculan su actividad agraria a una estrategia política para el cambio social; o cuando se pretende analizar, como ahora, el interés que muestran por los conocimientos campesinos preindustriales.

    Tal vez, la primera cuestión a plantear sería, ¿para qué pueden servir este tipo de conocimientos en un entorno social y ecológico dañado de forma irreversible y donde las actividades agrarias tienden a desaparecer o a transformarse en algo prácticamente irreconocible? Sin duda no para diseñar sistemas productivos «sostenibles», pues tras la bandera de la sostenibilidad sólo caben las felices iluminaciones de algunos optimistas compulsivos o las mezquinas intenciones de ávidos recuperadores. Sin embargo, aunque el rescate y la adaptación de técnicas y estrategias preindustriales para el manejo de sistemas ecológicos no sirvan para sostener el estado actual de las cosas –lo que es de celebrar–, sí pueden aportarnos pistas que nos ayuden a sobrellevar lo que se nos viene encima.

    Así lo entienden y lo expresan quienes se dedican a la producción de alimentos en proyectos que vinculan lo agrario a una práctica social crítica, aunque los esfuerzos dedicados a esta tarea dejen bastante que desear. Salvo en contadas excepciones, el fuerte ritmo de trabajo y la urgencia por resolver problemas técnicos, desacuerdos políticos o conflictos personales, relega a un segundo plano la búsqueda y la investigación de los conocimientos tradicionales que pueden resultar provechosos para el proyecto.

    Puesto que la mayoría de personas que integran estas iniciativas proceden de un entorno urbano, es habitual que en un primer momento se produzca un acercamiento a la gente del lugar para empezar a conocer los rudimentos más básicos del conocimiento y el manejo del medio local: el nombre de las herramientas, en qué momento se siembran o se plantan los distintos cultivos, donde están las mejores zonas de pastoreo, qué árboles se aprovechan para el ramoneo, etc. Pero una vez superada la euforia inicial, el acopio y la adaptación de conocimientos locales suele realizarse de forma esporádica en los momentos compartidos con la gente mayor de la zona o con personas involucradas en proyectos similares. En este aspecto, también se reproducen las dificultades para combinar la gestión de un proyecto político-productivo con «la rutina que es necesario tener para la recopilación de datos» en un proyecto de investigaciónxxxvi. Se trata de un método muy poco sistematizado pero que también ofrece resultados.

    A grandes rasgos, puede afirmarse que estos grupos construyen su propio sistema de conocimientos a partir de tres fuentes: las ciencias agronómicas convencionales, las distintas escuelas de agricultura ecológica y el acervo cultural campesino. La relevancia que en cada caso pueda tener la tercera de estas fuentes dependerá del bagaje de quienes integran el colectivo, de sus objetivos y de las condiciones en que éste desarrolla su actividad. Frecuentemente, en estas experiencias se emplean técnicas, herramientas y materiales que no tendrían cabida en las explotaciones agrarias modernas pero que pueden resultar adecuadas en pequeños proyectos que disponen de escasos recursos materiales y que cuentan con presupuestos raquíticos.

    En el cultivo de la huerta, actividad común a todos los grupos que «vuelven al campo», se usan bastantes herramientas manuales que, en realidad, nunca han dejado de emplearse, pero que en algunos de estos proyectos, por razones ideológicas o por motivos relacionados con su precariedad, se utilizan más asiduamente y a menudo para realizar tareas que en otras explotaciones estarían mecanizadas. El uso de herramientas «clásicas» como la azada o la pala se combina con el de ingenios modernos como la binadora de rueda, los plantadores de gatillo o las mochilas atomizadoras.

    Para la roturación de las tierras, el uso de motoazada, cuando no de tractor, está prácticamente generalizado, siendo muy pocas las huertas labradas a mano mediante layas, fangues o herramientas parecidasxxxvii. La siega de los cultivos herbáceos extensivos (forraje, cereales, leguminosas…) sigue practicándose con hoces o guadañas cuando se trata de superficies relativamente pequeñas, como también ocurre con el ordeño y el esquileo manual que sólo se practican en pequeños rebaños domésticos pero no en explotaciones ganaderas con vocación comercial. En relación a los trabajos forestales, las motosierras y las desbrozadoras mecánicas han desplazado las grandes hachas y serruchos empleados en la tala y el desmonte, pero para las faenas más livianas como desramar o astillar, siguen empleándose herramientas manuales.

    La introducción de maquinaria suele ser más restringida y selectiva en este tipo de experiencias. Esto puede observarse en la preferencia por máquinas pequeñas y en la resistencia a incorporar nuevos artilugios masivamente extendidos en algunas zonas como por ejemplo los vibradores para la recogida de la aceituna. Una herramienta que acelera notablemente el ritmo de trabajo, pero que convierte en cansina y desagradablemente ruidosa una actividad que hasta el momento se realizaba en un ambiente relajado propicio para pensar, conversar o cantar.

    Frente a la mecanización motorizada cabe la posibilidad de trabajar con animales de tiro. Una opción que tomarían a broma la mayoría de ingenieros que desde la cúspide del conocimiento técnico se olvidan de que, por ejemplo, para algunos trabajos forestales los animales todavía resultan insustituibles. Aunque siguen siendo raros los casos de personas que trabajan la tierra con la ayuda de animalesxxxviii, es de prever que con el aumento del precio de los carburantes y con la difusión de los conocimientos necesarios para su manejo, esta opción vaya ganando importancia. Empiezan a conocerse iniciativas como la de PROMMATA (Promotion du machinisme moderne agricole à traction animale) que fabrica todo tipo de aperos diseñados para la pequeña y mediana producción ecológica y que ofrece cursos de iniciación y perfeccionamiento en las técnicas del laboreo con animales. Es cuestión de tiempo que proyectos similares aparezcan a este lado de los Pirineos donde, por el momento, quienes trabajan la tierra con animales encuentran serias dificultades para hacerse con las herramientas y los conocimientos necesarios para ello. Si resulta complicado conseguir aperos en buen estado y a precios asequibles (la mayoría se comercializan en chatarreros y anticuarios como piezas decorativas), puede ser más dificultoso hallar personas con experiencia en estas labores y con ganas de transmitirla. Por otro lado, no se puede olvidar la compra, el cuidado, la alimentación y el adiestramiento del animal, así como la adquisición de cinchas, collares, culeras, alforjas y demás piezas imprescindibles, junto con las nociones básicas y las herramientas necesarias para su mantenimiento y reparación. En resumen, una bonita alternativa que entraña un sinnúmero de esfuerzos que, precisamente, explican por qué son tan pocas las personas que han optado por ella.

    Bastante más generalizada, aunque no tanto como podría llevar a pensar la fama que en el entorno ecológico han adquirido determinados proyectos, es la recuperación de variedades y razas locales. Un empeño que desde hace décadas comparten cada vez más agricultores y ganaderos, que ven en estas semillas y razas adaptadas a las condiciones ambientales de la zona un elemento clave para el desarrollo de sistemas productivos más eficaces en el aspecto ecológico y menos dependientes en el económico.

    Si en los últimos años ha calado la conciencia sobre la importancia de preservar y seguir reproduciendo este vasto patrimonio, acumulado generación tras generación y que en pocos años está siendo arruinado, es en buena medida gracias al interés de algunos grupos ecologistas vinculados a la protesta anti-OMG o de las organizaciones sindicales que reivindican una agricultura campesina. La reciente aparición de graneros autogestionados y de las primeras explotaciones vinculadas a los movimientos agroecológicos que comercializan semilla local y ecológica es una evidencia del interés por esta cuestión.

    La edición de libros y manuales, el registro de alguna variedad o la creación de redes que coordinan los colectivos dedicados al estudio, el acopio y la reproducción de variedades locales, hablan más de las ilusiones y las expectativas de pequeños colectivos que de un fenómeno consolidado. En la práctica cotidiana de estos grupos, sigue sin hallarse la fórmula adecuada para compaginar la producción agraria con la prospección, la caracterización y la multiplicación de semillas. Incluso en las huertas domésticas, donde se supone que es más fácil integrar la reproducción de semillas que en una finca «profesional», es difícil encontrar casos en los que se empleen mayoritariamente semillas propias.

    Sin la red vecinal que permitía el intercambio de simientes imprescindible para garantizar su viabilidad a largo plazo, sin mucha de la información necesaria para su cultivo y su aprovechamiento, y sin una cultura culinaria basada en estos alimentos, el esfuerzo por generalizar estas variedades se vuelve considerable y no acostumbra a tener resueltos los riesgos de la endogamia genética, ni asegurada la aceptación en un mercado ecológico acostumbrado a los híbridos.

    En cualquier caso, si no queremos aferrarnos a los productos de la ingeniería genética, no quedan muchas otras opciones que recurrir a las variedades locales (no necesariamente autóctonas) y explorar las posibilidades que ofrecen.

    La recuperación de técnicas tradicionales y su adaptación a los actuales sistemas productivos ecológicos no debe confundirse con una especie de resurgimiento de la agricultura campesina preindustrial. Un objetivo que probablemente nadie desea y que sin duda es del todo irrealizable tras dos siglos de profunda simplificación y degradación de los ecosistemas agrarios y forestales. El descalabro del sistema agrosilvopastoril, emprendido con los procesos desamortizadores y rematado por la política agraria franquista, rompió los lazos entre el aprovechamiento agrario, ganadero y forestal del territorio, dando paso a una intensa agricolización. Una perturbación ecológica de primera magnitud a tener en cuenta cuando se valore la idoneidad de incorporar unas técnicas agronómicas que fueron desarrolladas en un medio natural que guarda pocas semejanzas con el que hoy día conocemos. La homogeneización del mosaico paisajístico que antaño fueran las campiñas, y su contaminación con los desechos químicos de fertilizantes y agrotóxicos, influye directamente en la eficacia de las técnicas empleadas para la prevención y el control de plagas y enfermedades. Por otro lado, la desaparición de gran parte de los bosques autóctonos podría ser una de las causas que expliquen las rigurosas sequías veraniegas o la disminución e irregularización de las precipitacionesxxxix, lo que obviamente condiciona las técnicas de riego y la necesidad de su intensificación. En relación a las técnicas de fertilización, al segregarse las actividades ganaderas de las agrícolas, y tras su respectiva tecnificación, nos hallamos ante la paradójica situación de que el estiércol se ha convertido en un grave problema medioambiental a la par que se desploma la fertilidad de las tierras de cultivo.

    A pesar de este desalentador panorama, la experiencia nos dice que la restauración de los agroecosistemas puede lograrse gracias a determinadas técnicas de manejo. Técnicas que, de hecho, han sido utilizadas y mejoradas secularmente por las comunidades campesinas, y que han llegado a nuestros días a través de las distintas escuelas de agricultura ecológica, o gracias a las enseñanzas de aquellos agricultores que todavía retienen parte de aquellos saberes. Un estudio más detallado podría revelarnos cuánto tiene de tradicional la forma en que actualmente se desarrollan algunas técnicas conocidas desde hace siglos como la asociación y la rotación de cultivos, el acolchado o mulching, el abonado con materias vegetales, minerales o animales, la manipulación de la sombra y de los marcos de plantación, el cultivo en estratos múltiples, o los repelentes, venenos y atrayentes para plagas y fauna auxiliar.

    Otro conjunto de viejas técnicas que siguen manteniendo su utilidad son las relacionadas con la conservación y la manipulación de los alimentos; especialmente cuando se prescinde de cámaras frigoríficas y productos químicos esterilizantes. Métodos como el secado, la salazón, los encurtidos, el clásico «baño maría» o el simple almacenamiento en lugares apropiados, siguen ofreciendo la posibilidad de disponer de muchos alimentos perecederos más allá de la temporada en que se recolectan.

    Fuera del ámbito agroalimentario se extiende la recuperación de materiales y utensilios que desde hace décadas han dejado de formar parte de los procesos productivos convencionales. El auge de la bioconstrucción, por ejemplo, está popularizando el uso de materiales «naturales» como la madera, la piedra, el cristal o los metales. Lo que para muchos no es más que una cuestión de buen gusto, también puede entenderse como una opción para desvincularse del entramado productivo industrial y de las nocivas mercancías que fabrica. No obstante, el problema que enfrenta esta recuperación concienciada de la arquitectura vernácula es que los materiales que suele utilizar han sido extraídos, fabricados y transportados con medios netamente industriales. Sin menosprecio de los grupos que han levantado construcciones con las piedras, la madera e incluso la cal y la arcilla obtenidas del entorno más cercano, lo más habitual es que los materiales empleados en bioconstrucción sean adquiridos en el mercado. Una recuperación de usos tradicionales que, como muestra el siguiente ejemplo, no logra escapar a los tiempos en que vivimos. Las obras de reconstrucción de un dique en el Mas Gallardes (cerca de Igualada) en el año 1843 se prolongaron 32 días y supusieron un dispendio de 103 ptas. para las arcas familiares. Una cantidad sensiblemente inferior a las 477 ptas. que deberían haber pagado si no hubieran aportado la madera y la mano de obra. Pues bien, el monto desembolsado se repartió de la siguiente manera: 12 ptas. para el acarreo de la madera, 48 ptas. para pagar al maestro de obra (1,5 ptas/día más su manutención) y 43 ptas. para pagar los clavosxl. Sin duda, se puede construir siguiendo las técnicas tradicionales, pero merece la pena no olvidar que productos actualmente tan baratos y accesibles como los clavos eran verdaderos lujos para muchas familias campesinas.

    Esto mismo podría aplicarse para el conjunto de enseres, mobiliario y herramientas que las familias campesinas solían comprar con el poco dinero acumulado gracias a la venta de excedentes o a los salarios recibidos en trabajos por cuenta ajena. En función del poderío económico de la familia, la cantidad y la calidad de objetos acumulados variaba significativamente, pero en cualquier caso eran utilizados con los cuidados que requiere cualquier pieza adquirida a cambio de un esfuerzo considerable, y de la que se espera poder disfrutar durante mucho tiempo. Nada más alejado de la cultura del todo a cien desde la que se perciben aquellos viejos cacharros domésticos como curiosos objetos con una función meramente decorativa.

    Por ello, probablemente, muchas de las personas que frecuentan los establecimientos de turismo rural se sorprenderían al saber que en algunas casas se siguen usando aquellos utensilios con el mismo propósito para el que fueron manufacturados. Aunque no se trata de una tendencia estricta, suele ser en los núcleos de montaña rehabitados por colectivos que centran su actividad en el autoabastecimiento alimentario donde está más normalizado el cocinar con leña (ya sea en cocinas «económicas», de carbón o en el hogar), alumbrarse con candiles de aceite, dormir en colchones de lana o hacer el pan en la artesa.

    Para terminar este incompleto y superficial repaso a la recuperación de la cultura campesina desde la agitación social vinculada a lo agrario, puede ser interesante detenerse en la aleccionadora historia de tantas personas que habiendo aprendido las nociones más básicas de una artesanía en el seno de un proyecto esencialmente político, deciden especializarse y hacer de esa afición un oficio con el que buscarse la vida. Una apuesta que les enfrenta a la dificultad de encontrar la manera de no caer en las alternativas que ofrece el sector del turismo, como les sucede por ejemplo a quienes trabajan la lana, el cuero o el mimbre, y de no terminar trabajando exclusivamente para la administración o para quien puede pagar los honorarios de un constructor en piedra seca o los productos de una fragua artesanal.

    A fin de cuentas, se trata de una dificultad parecida a la que deben resolver quienes cultivan la tierra en ecológico o quienes manejan pequeños rebaños en zonas de montaña: cómo hacer viables estos proyectos sin depender de un mercado elitista ni alimentar la cultura ciudadanista de la sostenibilidad.

    Como ya se ha comentado, la investigación sobre la cultura campesina local no suele ser una prioridad cuando se pasan apuros para sacar adelante las tareas cotidianas, y suele abordarse de forma un tanto sui generis y nada programada. Aunque siempre existen excepciones. Hará unos 20 años, un grupo de neorrurales del Pallars (pirineo leridano), en colaboración con un museo municipal de la comarca, se dedicó a inventariar los objetos más interesantes que encontraban en las casas de sus vecinos. También en los Pirineos (valle de La Solana, Sobrarbe), Carlos Baselga lleva más de 15 años recopilando datos y entrevistando a la gente mayor que se crió en un valle que cuenta con 17 pueblos abandonados por culpa de un pantano que nunca llegó a construirsexli. Fácilmente podría alargarse esta lista de etnógrafos autodidactas aficionados a explorar la historia y las costumbres del lugar en el que viven, pero lo cierto es que la mayoría de investigaciones con un mínimo de recursos y rigor se realizan desde el ámbito académico. Por ejemplo, los trabajos del ISEC o el CIFAEDxlii dedicados a las variedades locales, los policultivos tradicionales o la evolución histórica en el manejo del olivar.

    Conviene recordar que en los grupos que nos ocupan, el rescate de la cultura campesina no obedece a un apego por lo antiguo ni a ningún tipo de rancio chovinismo, poco importa el lugar de procedencia de las prácticas que puedan resultar interesantes. Por ello, los elementos rescatados de la cultura local conviven con otros importados de diferentes contextos culturales: variedades locales, asociaciones de cultivos como la que caracteriza la milpa mexicana (maíz-fríjol-cucurbitáceas), preparados y técnicas terapéuticas para la salud animal y humana,...

    Un buen ejemplo de esto que groseramente podríamos calificar de utilitarismo cosmopolita lo encontramos en la experiencia del Jardín de la Cora. Un banco de semillas impulsado por dos vecinos de Jódar (Sierra Mágina), que en los solares de las antiguas escuelas del pueblo reproducen más de 400 variedades de hortícolas, frutales y aromáticas entre las que se encuentran variedades locales de la zona, pero también un importante elenco de árboles y plantas procedentes de los más remotos territorios y que presentan características que las pueden hacer muy apropiadas para el riguroso clima de Sierra Mágina. Según sus promotores, un planteamiento fiel al talante de la agronomía andalusí que, a diferencia de la cristiana, no imponía su modo de cultivar en los territorios recién conquistados si no que tomaba lo más interesante de las culturas agrarias con las que entraba en contacto para seguir perfeccionando los sistemas de cultivo.

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    El estudio de fuentes documentales desempeña un papel secundario en el rescate de conocimientos campesinos por parte de estos grupos. Es por ello que el contacto cotidiano con las personas mayores de la zona, y las circunstancias en que tiene lugar tal interacción, adquieren una importancia fundamental y condicionan totalmente los resultados de estos procesos de investigación.

    En general, la relación entre este tipo de experiencias y la población oriunda debe superar una serie de barreras que sería erróneo achacar exclusivamente al garrulismo y al rechazo frente a lo desconocido de la mayoría de paisanos. En demasiadas ocasiones, tales barreras nacen de los prejuicios que traen quienes acaban de aterrizar en un entorno completamente desconocido con la cabeza llena de brillantes teorías y verdades absolutas.

    Es obvio que el interés por integrarse y el respeto por las reglas implícitas en el juego convivencial son necesarios para ir acercando posiciones, pero sin duda la vía más efectiva para empezar a ganarse la confianza de los paisanos, como diría un antiguo trabajador del BAH!, «es estar ahí día tras día, que te conozcan y sobretodo que te vean trabajar. Pueden no entender nada de lo que haces ni de lo que dices pero si te ven sudar ya empiezan a aceptarte».

    A partir de ese momento es cuando se hace posible un diálogo que, si bien no se da en condiciones «de igual a igual», poco tiene que ver con las relaciones verticales que se establecen en los procesos de extensión agraria convencionales, en los que el técnico o el investigador «se articula con el resto de los actores implicados desde una posición privilegiada»xliii.

    Acostumbradas como están las personas mayores a que sus descendientes muestren poco interés en conocer los detalles de los trabajos que realizaban en su juventud, quedan gratamente sorprendidos cuando extraños recién llegados, a menudo con títulos universitarios bajo el brazo, se preocupan por aquellas viejas historias, e incluso, llevan a la práctica algunas de sus enseñanzas.

    Este clima de cordialidad que, entre otras ventajas, permite seguir ahondando en el rescate de la cultura campesina, puede reforzarse gracias a la cooperación en ciertas tareas, a la implicación en actividades organizadas por las asociaciones del pueblo, o a través de actos donde se mezcla la fiesta con el trabajo, tales como la matanza del cerdo o el esquileo de las ovejas, en los que se invita a participar o dirigir la faena a los «expertos» de la zona. Sin embargo, este buen entendimiento, que no suele afianzarse en poco tiempo, puede venirse abajo rápidamente cuando aparecen conflictos de naturaleza política en los que de alguna manera u otra se ven implicados los grupos recién llegados. Participar en campañas de oposición a nuevas infraestructuras o planes urbanísticos -por citar dos casos recurrentes-, o simplemente tomar partido en disputas internas de la comunidad, son motivos suficientes para bloquear unas relaciones ya de por sí bastante delicadas y que a su vez dependen de otras. Como comentan en una cooperativa ganadera asentada en la Sierra Norte madrileña: «las buenas relaciones que podría haber con la población mayor se ven frustradas por el conflicto con los “hijos de”».

    Pero esta no es la única fragilidad que presenta este método de investigación basado en el contacto cotidiano con los paisanos más viejos. De forma más o menos consciente, estos «informantes privilegiados» pueden distorsionar el relato de los acontecimientos, lo cual puede ser grave si quienes reciben la información no llevan a cabo ningún tipo de comprobación. Las reticencias a contar su experiencia, cuando las hay, no sólo proceden de la desconfianza sino también de la poca valoración de los saberes que detentan y del complejo de inferioridad que han desarrollado tras muchos años recibiendo el desdén y la burla de las generaciones más jóvenes empapadas de un arrogante fervor productivista. De ahí que cuando los viejos agricultores reproducen los tópicos sobre la inviabilidad de la agricultura ecológica, parecen haber olvidado que los alimentos no siempre se han producido de forma industrial.

    También sucede que, simplemente, estas envejecidas fuentes de información no recuerdan algunos detalles que podrían ser de sumo interés o no saben explicar el porqué de algunas prácticas que realizaban. Y aunque parezca anecdótico, existen algunos secretos bien guardados (recetas de preparados medicinales, el lugar donde se encuentran las setas más preciadas, etc.) que, es evidente, no serán comunicados y menos a personas prácticamente desconocidas.

    Menos anecdótica es la costumbre bien arraigada entre los hombres ancianos de hacer caso omiso a las mujeres que puedan mostrar interés por sus conocimientos. La imagen de uno de estos ancianos dirigiendo la palabra y la mirada exclusivamente a los contertulios masculinos cuando se está dirigiendo a una audiencia mixta, es tan habitual como la de su esposa guardando silencio mientras el marido cuenta cosas que, en muchos casos, ella sabría explicar mejor.

    Otra importante limitación que enfrenta la investigación con «fuentes orales» es la adecuación del discurso por la parte informante a lo que supone que espera escuchar la parte demandante. En este caso, los «sujetos estudiados», por más que pasen los años, siguen viendo a sus vecinos como jóvenes idealistas que dejaron la ciudad y el futuro que sus padres habían previsto para ellos, y que prefieren doblar el lomo en el campo o en el monte antes que trabajar en una fábrica o una oficina. Todo lo contrario a lo que han hecho sus nietos.

    Con el repaso a esta serie de problemas no se pretende negar el valor del acercamiento al mundo campesino desde lo cotidiano sino más bien poner sobre la mesa las precauciones que deberán tomarse al abordarlo. La inminente desaparición de la población que llegó a conocer con suficiente profundidad aquellos modos de apropiación de la naturaleza plantea la necesidad de redoblar los esfuerzos en esta materia, y cuando el tiempo apremia, se echan de menos procesos de investigación que se planteen objetivos más ambiciosos y que logren escapar a los caprichos impuestos por la extrema informalidad.

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    Lo que distingue claramente esta aproximación tan poco científica a los conocimientos y las prácticas campesinas es su posterior aplicación por parte de quienes realizan la investigación. No siempre los saberes aprendidos ofrecen un interés práctico inmediato pero cuando así sucede, son utilizados y mejorados mediante la acumulación de experiencias a lo largo de sucesivos ciclos anuales de trabajo. Los experimentos para valorar la eficacia o comparar distintas técnicas productivas son más comunes en aquellas actividades destinadas al autoabastecimiento, lo cual es comprensible teniendo en cuenta que para su desarrollo se requiere menos esfuerzo, y que no se pone tanto en juego como en las actividades a mayor escala destinadas a la distribución. Sin embargo, es en algunas fincas «productivas» donde esporádicamente se desarrollan experimentos más formales y fieles al método científico (parcelas de muestra, tratamiento estadístico de datos…), generalmente vinculados a trabajos universitarios de personas cercanas o incluso integrantes del colectivo. Tal sería el caso de estudios sobre el manejo de arvenses o sobre distintos tipos de acolchado en cooperativas como el BAH! o la Kosturika.

    La transmisión de conocimientos en el seno de un colectivo suele recaer en las personas que llevan más años en el proyecto. Un proceso cotidiano que en algunos casos se refuerza con espacios de aprendizaje colectivo en las asambleas del grupo, a través de sesiones formativas específicas o también con la creación de comisiones responsables de las distintas tareas.

    Por otro lado, en la esfera de las relaciones entre distintos grupos, pueden citarse los cursos organizados por la Universitat d'Estiu en la huerta valenciana o los encuentros de okupación rural que combinan reuniones de carácter más político u organizativo con momentos de trabajo colectivo y talleres de formación. También son destacables los espacios de formación e intercambio en el seno de algunas redes de productores agrícolas que reúnen pequeños proyectos que distribuyen su producción a través de circuitos cortos de comercialización. En el ámbito de la transformación y la elaboración artesanal de alimentos, pueden mencionarse dos ejemplos interesantes. Durante más de un año, un grupo de panaderías artesanas catalanas se juntaron periódicamente en sesiones monográficas centradas en los distintos procesos y materias primas implicadas en la elaboración del pan. También en Cataluña, donde se ha vivido un boom de las micro-cervecerías, desde hace más de cinco años los pequeños cerveceros artesanos (legales e ilegales) se organizan para intercambiar conocimientos y mantienen contactos fluidos para gestionar algunas compras conjuntas. También realizan ferias promocionales, que no dejan de ser espacios donde compartir información y poder comparar, vaso en mano, los resultados de su trabajo.

    En una línea diferente, están apareciendo iniciativas vinculadas en cierta manera a los movimientos agroecológicos que impulsan proyectos educativos más institucionalizados. Tal sería el caso de la escuela de pastores de los Picos de Europa (oriente asturiano) o la Universidad Rural Paolo Freire, promovida por Plataforma Rural y que propone una oferta pedagógica en la que los conocimientos campesinos ocupan un lugar destacado.

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    Teniendo en cuenta que en las experiencias que protagonizan este texto, tras la producción de alimentos subyacen objetivos políticos emancipatorios, para completar el análisis de la relación que estos colectivos establecen con la cultura campesina, junto a los aspectos técnicos tratados en las páginas anteriores deberán abordarse algunos de los rasgos culturales y económicos propios de las sociedades campesinas identificables en el quehacer y el discurso de estos grupos.

    En el bosquejo de estos paralelismos aparecerán de forma recurrente las aportaciones de la tradición académica de los «Estudios Campesinos», un cuerpo teórico sobre el que se fundamenta la vertiente sociológica y antropológica de la Agroecología y que entiende el campesinado no sólo como un «grupo social diferenciado, sino [como] un modelo general de vida»xliv. A pesar de la advertencia sobre la irrelevancia de buscar «una definición del campesinado como categoría universal ya que poseería una naturaleza ahistórica», y el reconocimiento de la heterogeneidad que presentan las distintas sociedades campesinasxlv, lo cierto es que los autores que integran esta corriente comparten la obstinación propia de los científicos sociales por formular definiciones generalistas, en este caso, sobre los rasgos característicos del campesinado.

    Uno de los referentes más importantes de los modernos estudios campesinos es Alexander V. Chayánov, quien hasta el momento de su deportación a un campo de trabajos forzados en el año 1930 intentó construir una teoría específica del modo de producción campesino. Su caracterización de la producción campesina incluye aspectos aplicables también a los grupos que protagonizan este texto como por ejemplo el bajo nivel de capital, el uso de medios técnicos locales y el carácter familiar de las explotaciones. Una equivalencia relativa, puesto que siendo cierto que el nivel de capital utilizado por estos grupos es bajo en comparación a las explotaciones agroindustriales, éste es muy superior al que poseían las comunidades campesinas. Por otro lado, aunque las tecnologías que utilizan, como se ha visto, incluyen elementos de la cultura agraria local, también recurren a técnicas o herramientas procedentes de otros lugares y a diversas mercancías industriales. Respecto al carácter familiar de la explotación, es innegable la distancia que media entre una familia campesina tradicional y cualquiera de estos colectivos. Sin embargo, la naturaleza de las relaciones y los conflictos que se desarrollan en el seno de estos grupos, recuerdan muy a menudo las dinámicas propias del ámbito familiar.

    Chayánov trató de elaborar un modelo teórico que explicara la «pasividad económica campesina», un concepto con una alta carga peyorativa que se refiere a la actitud por la cual «la remuneración expresada objetivamente por unidad de trabajo será considerada ventajosa o desventajosa por la familia campesina, según el estado de equilibrio básico entre la medida de la satisfacción de las necesidades de consumo y la fatiga y la dureza del tipo de trabajo»xlvi. Una racionalidad económica en la que «prima la reproducción del grupo doméstico (de sus integrantes) antes que la obtención de un beneficio adecuado al capital invertido» o a las horas de trabajo realizado. En las economías campesinas la retribución de la fuerza de trabajo no tiene un salario o una asignación fija sino que se detrae del producto como consumo y por lo tanto estará sujeta a la producción total obtenidaxlvii.

    La priorización del objetivo reproductivo frente al interés lucrativo es un rasgo compartido por los colectivos remitidos a lo largo del texto, aunque la inexistencia de una retribución fija se da en aquellos grupos que orientan su práctica al autoabastecimiento, pero no así en las cooperativas que producen para la distribución.

    Cuando se piensa en las similitudes entre la producción campesina y la de estos proyectos, aparece el tópico de su racionalidad ecológica. En ambos casos la idea de que la comunidad está formada no sólo por las personas que la integran y su sistema de relaciones sociales, sino también por el área geográfica que constituye su base ecológica, podría hacer pensar en una mejor predisposición para la conservación de los ecosistemas locales. Otro de los argumentos en los que se basa esta suposición es que las economías campesinas satisfacen la mayor parte de sus necesidades materiales a partir del «intercambio ecológico» con la naturaleza y no del «intercambio económico» con el mercado, por lo que «el productor campesino tiende a realizar una producción que no atenta contra la posibilidad de renovación de los ecosistemas»xlviii. En este caso la analogía sería válida sobre todo para los grupos que orientan sus actividades hacia el autoabastecimiento, pero no deben perderse de vista los ásperos debates que suscita la valoración de las bondades ecológicas de los distintos modelos históricos de apropiación de la naturaleza.

    En su obra Peasants (1966), Eric R. Wolf plantea que las familias campesinas no sólo producen para mantener asegurada su producción y consumo futuros («fondo de reemplazo») sino que también se ven obligadas a destinar una parte de la producción para cumplir con las costumbres e instituciones propias de la comunidad («fondo ceremonial»). Por último, la integración del campesinado en el conjunto de la sociedad a través de relaciones de poder asimétricas que le sitúan en una posición subordinada, le fuerzan a realizar una «transferencia de excedentes» hacia las elites dominantes («fondo de renta»).

    En un esfuerzo interpretativo, tal vez gratuito, podrían identificarse fácilmente estos tres «fondos» en las experiencias que se están analizando, pero en el plano económico existe una diferencia fundamental que impide equiparar estas iniciativas con las familias y las comunidades tradicionales: el «carácter de subsistencia» de la producción campesina. Por más semejanzas que puedan establecerse, no se puede cometer la desfachatez de olvidar que mientras gran parte del trabajo campesino perseguía el objetivo de alejar la perspectiva del hambre y la carestía, en los grupos que nos ocupan, las tareas emprendidas responden, por decirlo de alguna manera, a las convicciones, los anhelos o la cabezonería de personas que han optado voluntariamente por estas condiciones de vida. En las sociedades tradicionales «cada individuo, desde su nacimiento, [estaba] definido socialmente por el lugar que ocupa en la dinámica de desarrollo de su ciclo doméstico»xlix, y determinadas instituciones como la herencia o el matrimonio obedecían fundamentalmente a estrategias para la reproducción social de la familia. Los roles y las funciones en una familia campesina estaban claramente predeterminadas y obedecían a estructuras jerárquicas en las que «el hombre encabeza la familia, es el jefe del grupo doméstico y actúa también como administrador o director de la explotación»l. Por el contrario, en unos colectivos sin jerarquías formales y empapados de la retórica de los movimientos sociales contemporáneos, se supone que cada cual puede elegir las responsabilidades que asume y adoptar la posición que desee; aunque, por supuesto, eso no sea lo que realmente ocurre en el día a día de estos proyectosli.

    Siguiendo a Kroeber, Robert Redfield plantea que en el interior de los sistemas sociales más amplios, el campesinado constituye una sociedad a parte o part-society con su propia part-culture. Un sistema sociocultural campesino que no es autónomo, pues en buena medida se encuentra determinado por la sociedad y la cultura en que se halla inserto, pero que presenta especificidades que lo distinguenlii. De alguna manera también podría hablarse de una cultura propia de los grupos asentados en el medio rural que entienden su actividad agraria como un proyecto político. Una forma de ver el mundo que arrastra no pocos lastres de la actual cultura universal, a los que incorpora las lecciones aprendidas en los entornos del antagonismo político, pero que también guarda algunos parecidos con la cultura campesina tradicional.

    La voluntad de apartarse del desquicie consumista hace pensar en el ideal social campesino caracterizado por la sobriedad, la austeridad y la ausencia de presuntuosidadliii. La relativización y la crítica del conocimiento científico habitual en el discurso de estos colectivos, así como el respeto por las fuentes de conocimiento tradicionales y un cierto apego a «no dejarse robar el aliciente de lo que tiene carácter enigmático»liv, podrían hacer pensar en las explicaciones y los razonamientos populares tradicionales «que tantas veces se mueven entre el hecho religioso, la superstición y la magia»lv. Asimismo, el reconocimiento de la dimensión espiritual, que en demasiadas ocasiones degenera en un misticismo crecientemente mercantilizado, puede dar pie a formarse una imagen de la naturaleza similar a la que ofrecía una religión campesina, de la que se encuentran rastros por todo Europa, «intolerante ante dogmas y ceremonias, vinculada a los ritmos de la naturaleza»lvi.

    Que algunas canciones de cuna tradicionales presenten una «configuración musical muy cercana a aquella que se dedica a ciertas canciones de trabajo que también se realizan en la soledad de los campos»lvii, muestra el grado de intimidad que podía alcanzar la relación de un campesino con las tierras que cultivaba, y lo alejada que estaba su forma de pensar del paradigma que ha sustentado la modernización. Una proximidad con la naturaleza que es reivindicada por todas las ideologías ecologistas y que en cierto modo también puede encontrarse en los proyectos que vienen siendo analizados. Sin embargo, en la relación de las personas con su entorno existen diferencias insalvables. En el mundo campesino, las personas recibían el nombre de la casa a la que pertenecían, eran un eslabón más en una cadena generacional que se remontaba a tiempos remotos y que tras ellos se mantendría indefinidamente. Algo muy distinto a lo que ocurre en unas experiencias protagonizadas por personas que no viven en el lugar donde nacieron sus antepasados ni donde morirán sus descendientes. Personas que desconocen el parentesco que une a las familias del pueblo o las enemistades que las separa, los acontecimientos históricos o los rituales cotidianos que dan forma al paisaje social sobre el que se tejen los lazos del entramado comunitario.

    Por más que pueda prolongarse la enumeración de parecidos y analogías más o menos forzadas entre las sociedades campesinas y estos colectivos, las diferencias que impone el actual contexto imposibilitan cualquier intento de presentar las iniciativas del antagonismo político desde lo agrario como una «nueva forma de campesinado». Las definiciones universalistas del concepto de campesinadolviii, del modo de producción campesino (Chayánov) o de la forma social de explotación campesina (agroecólogos), pueden tener cierto valor como herramienta heurísticalix, pero realmente se hace difícil pensar que la gran mayoría de la población que ha habitado el planeta a lo largo de los últimos siglos pueda ser incluida en una misma categoría sociológica. Por otro lado, antes del advenimiento de la sociedad técnica, el trabajo jamás había sido completamente especializado y mucha de la gente que hoy no sería considerada como agricultora (molineros, carreteros, albañiles…), compaginaba las tareas de su oficio con el cultivo de campos y huertas, el cuidado de animales domésticos y el trabajo en el bosque. En aquellas sociedades no estaba bien definido el límite entre quien era campesino y quien no lo era; pero lo que sí se percibía claramente era la estratificación social que marcaba fuertes diferencias entre las familias de una misma comunidad. Las más acomodadas solían trabajar las mejores tierras, poseían rebaños y grandes extensiones forestales, por lo que su sistema económico era mucho menos dependiente del mercado o del trabajo asalariado. Con la adquisición de nuevas herramientas, que quedaban fuera del alcance de las economías familiares más precarias, los campesinos más acomodados veían reforzado su estatus, como al parecer sucedió entre el año 1000 y finales del siglo XII cuando el perfeccionamiento del arado y la yunta introdujo nuevas disparidades económicas entre los habitantes de una misma aldea o entre los de comarcas vecinaslx. Como es habitual, las crisis afectaban especialmente a los estratos más empobrecidos, algo que por ejemplo sucedió con el desmoronamiento de los comunales, unos espacios importantes para cualquier economía campesina pero que eran fundamentales para la subsistencia de los pobres. No por casualidad, fueron éstos quienes más resistencia presentaron ante los procesos de privatización y municipalización de tierras durante las reformas liberales.

    En el secular proceso de expropiación del poder comunitario, encarnado en instituciones como el concejo abierto, o en épocas de fuerte conflictividad social, el sector más acomodado del mundo campesino se arrimaba a las elites dirigentes «con quienes compartían el miedo hacia unos pobres cuyo número iba en aumento»lxi; y desde los ayuntamientos, que solía controlar, se encargaba de ejecutar las medidas políticas que agudizaban la precariedad de sus vecinos o que ilegalizaban muchas de sus estrategias de subsistencia. No puede olvidarse que los estratos acomodados del campesinado europeo han colaborado activamente en «la destrucción de la economía, los lazos de comunidad y la cultura de los campesinos pobres»lxii.

    Pero los debates sobre qué distingue «lo campesino», si en el contexto ibérico actual quedan «campesinos», o si las experiencias agrarias que tratan de andar sendas no capitalistas vendrían a ser un nuevo tipo de campesinado, quedan muy lejos de las preocupaciones de unos grupos que, si bien muestran parecidos en sus estrategias económicas y sus hábitos sociales con lo que supuestamente caracteriza al campesinado, no es debido a una intención declarada por restablecer aquel modo de vida. Cuando las tareas imprescindibles para llevar adelante el proyecto apenas dejan tiempo para investigar los aspectos técnicos relacionados con la actividad productiva, los esfuerzos por conocer la historia del lugar se reducen a la mínima expresión. En estos colectivos el conocimiento sobre los procesos que en el pasado conformaban la vida social tiende a reflejar serias inconsistencias y abundantes lagunas. Es por eso que resulta tan desconcertante la recurrente acusación que reciben estos grupos de pretender «volver atrás»; pues no sólo poseen nociones muy vagas sobre la historia de las sociedades rurales, sino que a través del trabajo en el campo y de la convivencia con los vecinos han podido conocer los sinsabores de la vida de pueblo y alguna de las facetas más rancias del mundo rural.

    Sin embargo, aunque la actitud de las personas que integran estas experiencias dista mucho de la adulación a un pasado campesino bucólico, se echan de menos en este entorno personas con un mínimo conocimiento de la historia rural capaces de rebatir con solvencia los tópicos que, alegremente, se esgrimen desde el pensamiento progresista en relación a la miseria intelectual y material del campesinado.

    Los prejuicios anticampesinos se remontan, como mínimo, al siglo XVIlxiii y han influido en la imagen de la vida rural creada por las corrientes de pensamiento dominantes, desde la Ilustración hasta el actual ecologismo tecnocráticolxiv. Voltaire calificaba al campesinado como una clase de «rústicos que viven en sus cabañas con sus hembras y diversos animales […], que hablan una jerga que no se comprende en las ciudades, dado que tienen pocas ideas y, en consecuencia, pocas expresiones». Y atemorizado constataba que «hay salvajes de estos por toda Europa»lxv. Algo que al parecer no advertía o apenas valoraba Diderot, quien a pesar de vivir en una época en que por lo menos ocho de cada diez habitantes de Europa eran labradores, o salvajes como diría Voltaire, no incluyó en su enciclopedia la voz paysan, mientras sí aparecen conceptos derivados de la misma raíz latina (pagus) como pays, paysage o paysagiste.

    Un desprecio por el campesinado que estaba asociado al miedo que producía su rebeldía pero también a una serie de mitos raciales que presentaban los sectores campesinos como descendientes de razas inferiores, mientras los civilizados lo eran de los pueblos de señores que los habían invadido. Un buen ejemplo de ello son las tesis de Aubrey (amigo de Hobbes) para el caso de Inglaterra, o los planteamientos de Gobineau, que interpretaba la historia francesa como el enfrentamiento entre los francos germánicos, un pueblo superior del que descendía la aristocracia, y los galos, racialmente inferiores, de quienes procedían campesinos y burgueseslxvi.

    Un par de siglos más tarde, los ideólogos de la Revolución Verde reproducían casi al pie de la letra el mismo tipo de prejuicios. Everett M. Rogers, uno de los científicos sociales más relevantes dentro de las escuelas neoliberales de la modernización agraria, en su obra La modernización entre los campesinos les define como «desconfiados en las relaciones personales; perceptivos de lo bueno como limitado; hostiles a la autoridad gubernamental; familísticos; faltos de espíritu innovador; fatalistas; limitativos en sus aspiraciones; poco imaginativos, o faltos de empatía; no ahorradores por carecer de satisfacciones diferidas; localistas y con una visión limitada del mundo»lxvii.

    En esta última apreciación, Rogers hace suyo el tópico que se refiere a «la visión simplificada que la cultura campesina poseía sobre la moralidad e inmoralidad de otros grupos sociales y de sus pautas culturales»; en otras palabras, a «la estrecha perspectiva de quien sólo tiene imágenes difusas y distorsionadas del resto de la sociedad»lxviii. Sin entrar a valorar lo injusta que pueda ser tal afirmación con la cultura de las comunidades campesinas, no está de más recordar que a lo largo de las últimas décadas el «triunfo de la técnica» nos ha legado un mundo que «ha dejado de ser nuestro», que es «demasiado para nosotros»lxix y del que también tienen una visión simplificada, difusa o distorsionada los actuales ciudadanos que sólo pueden relacionarse con aquél a través de «elites y aparatos intermediarios»lxx.

    La alusión de Rogers a la falta de «espíritu innovador» de las gentes campesinas, un rasgo supuestamente inherente a la naturaleza campesina, ha sido rebatido en repetidas ocasiones y cabe pensar que la «resistencia a las innovaciones» observada por este autor, se debía a que las trasformaciones introducidas por la industrialización agraria suponían para las sociedades campesinas la pérdida de gran parte de su autonomía, así como la expropiación o la destrucción de las bases ecológicas que garantizaban su subsistencia. Afortunadamente, la expansión de la agricultura industrial, encontró y sigue encontrando resistencias en muchos lugares del planeta.

    Tras estos ataques a las sociedades campesinas del pasado y a los estratos más empobrecidos del mundo rural se esconde una culpable aprobación del orden presente, o lo que tal vez es peor, la creencia en las falsas esperanzas de la seducción prometeica y «la falta del gusto por vivir la vida que uno vive», que solamente puede soportarse con el incentivo «de una vida distinta y mejor que nadie vivirá jamás»lxxi.

    Pero no todas las ideologías que a lo largo de la historia han justificado las relaciones de poder existentes han tratado con desprecio la cultura y las sociedades rurales. El régimen franquista mantuvo hasta bien entrados los años sesenta una retórica procampesina que veía en la agricultura una «forma superior de existencia que custodiaba la esencia y las virtudes étnicas y nacionales de España»; y que supuestamente pretendía mantener a la población campesina en el campo, donde «la simiente de la raza permanece más pura y la gente vive sus problemas y no está contaminada por la depravación de la ciudad»lxxii. Una propaganda diametralmente opuesta al fenómeno social más relevante de la época: el masivo éxodo rural que en la década de los cuarenta se había saldado con más de un millón de personas desplazadas a las conurbaciones urbanaslxxiii, a las que seguirían más de seis millones entre 1950 y 1980lxxiv.

    Por su parte, las ideologías del izquierdismo anticapitalista acostumbran a desarrollarse de espaldas al mundo rural y, salvo en contadas ocasiones, cuando se fijan en el campesinado es para destacar su naturaleza conservadora y reaccionaria. Los clichés arraigados en buena parte de las doctrinas marxistas han llevado a menospreciar las estrategias de resistencia que han protagonizado históricamente los sectores populares del mundo rural, y a calificar de «primitivas» unas formas de lucha «no organizadas en sindicatos o partidos con objetivos “emancipatorios” claros»lxxv. Una aproximación que no ve más allá de los motines, las manifestaciones, los incendios o los fenómenos de «bandidaje social organizado» protagonizados por el campesinado en momentos especialmente conflictivos, y que infravalora las formas diarias de resistencia campesina como la «falsa sumisión, ratería, furtivismo, ignorancia fingida, calumnia, incendio, sabotaje, deserción, roturaciones ilegales, etc». Herramientas de una acción política no necesariamente coordinada ni colectiva, «casi enteramente endógena a la esfera de la aldea» y desarrollada cotidianamente por «las clases rurales subordinadas bajo condiciones dificultosas»lxxvi.

    Según autores como Scott o Sevilla Guzmán, aunque sus actos puedan acarrear graves consecuencias políticas, el objetivo que persigue la resistencia campesina es la subsistencia del grupo doméstico y de la comunidad. Mientras quede garantizado su nivel de subsistencia, «las formas de explotación externas tienen para el campesinado una consideración secundaria»lxxvii, pero si por parte del Estado o las minorías dominantes se supera la barrera subjetiva que delimita la supervivencia del grupo, la intensidad de los enfrentamientos puede agudizarse en extremo.

    La hostilidad hacia la autoridad gubernamental de la que se lamentaba Rogers, la creencia campesina en «el derecho a la tierra por el trabajo»lxxviii o el rechazo a cualquier injerencia externa en el devenir de los asuntos económicos, sociales y políticos de la comunidad, es interpretado por determinados autores como un interesante rasgo campesino a tener en cuenta, o incluso a recuperar. La visión negativa que poseían las gentes campesinas de las instituciones estatales, «un mal que debe reemplazarse lo más pronto posible por su propio orden social de “carácter doméstico”», llevó a Eric R. Wolf a decir que los campesinos vendrían a ser una especie de «anarquistas naturales»lxxix. De forma parecida, a finales del s.XIX los narodniki veían en la obshina el embrión de una sociedad socialista a la cual se accedería «sin necesidad de descender al infierno del capitalismo».

    Tras el descalabro demográfico y cultural de las sociedades rurales a lo largo del siglo XX, los rasgos potencialmente emancipadores inherentes a la cultura campesina se deben rastrear de forma retrospectiva, y como sucede con cualquier reivindicación de las bondades del pasado, esta tarea se expone a ser acusada de «nostálgica». Y lo cierto es que determinadas afirmaciones de los agroecólogos más populares o de los ideólogos de la «minoría tecnófoba, que al menos ya no cree en la autogestión de la tecnología»lxxx, dan pie a que progresistas y nihilistas de toda índole les estigmaticen por su «alabanza de aldea» y por su creencia en una Edad de Oro campesina.

    Uno de los debates recurrentes en torno a estas mistificaciones es el que se centra en la situación de la mujer en aquellas sociedades. Buena parte del discurso feminista critica con dureza las sociedades campesinas por la opresión y la reclusión que sufrían las mujeres en unas estructuras familiares que invisibilizaban su trabajo. Un argumento válido en muchos casos que, sin embargo, no debería olvidar que a lo largo del tiempo, la injusticia de género ha ido mudando su sintomatología sin atenuar un ápice su virulencia. Por lo tanto, es lícito suponer que, así como hoy en día muchas mujeres se esfuerzan por no dejarse atropellar en sus relaciones personales y saben encontrar y defender sus espacios, lo mismo ha ocurrido en distintos momentos históricos.

    Otro aspecto en torno al cual se crean fuertes polémicas es el de la dureza física del trabajo en el mundo campesino tradicional. Escuchando los recuerdos de la gente mayor es fácil llegar a la conclusión de que aquella vida no era precisamente descansada; pero como ya apuntaba Jacques Ellul, a pesar de la menor fatiga y la menor duración de las jornadas laborales, en la sociedad técnica la vanidad del trabajo sin creación y estrechamente vinculado al reloj, «exige del hombre otras cualidades, exige de él una ausencia, cuando el trabajo siempre había sido presencia»lxxxi. Según Félix Rodrigo, antes que el trabajo se viera parcelado, tecnificado, sometido y degradado, en la sociedad tradicional éste «era un medio y un deber al que se dedicaba sólo el tiempo y el esfuerzo menor posible para conseguir los recursos más necesarios y para servir al bien común». No resultaba fácil «establecer diferencias nítidas entre trabajo y fiesta, por cuanto ésta formaba parte de aquél», y de hecho muchas de las tareas se realizaban colectivamente entre cantares, conversaciones y bromas; y solamente los días en que no se celebraba ninguna de las ciento cincuenta festividades que, según este autor, tenía el calendario campesino tradicionallxxxii. Una visión que muy pocas personas del medio rural compartirían a pesar de que, por otro lado, muchas de ellas estarían de acuerdo en que «la agricultura es un trabajo que se puede amar»lxxxiii.

    Más arriba se ha comentado la polémica cuestión de la «inocencia» ecológica de las sociedades preindustriales y la racionalidad ecológica campesina. En estos debates, el abandono de pueblos en épocas remotas debido al esquilmo de algún recurso imprescindible o la progresiva degradación de los ecosistemas, son dos procesos históricos frecuentemente aludidos en las críticas a quienes describen la relación de las comunidades campesinas con la naturaleza como una perfecta simbiosis en permanente coevolución.

    Un cuarto reproche a la idealización de las sociedades agrarias tradicionales, es que éstas «se han distinguido siempre por las carencias y la pobreza» de una población que vivía al límite de la subsistencia y expuesta a las hambrunas que regularmente padecíalxxxiv. Una posible respuesta a la pregunta que se hacía Wrigley de por qué la pobreza es inevitable en las sociedades tradicionaleslxxxv se basa en las minúsculas reservas energéticas de un sistema agrario basado en la energía solar, que aprovechaba escasamente la fuerza de los ríos o del viento, y que por tanto dependía críticamente de la «energía acumulada» en unos bosques que fueron menguando y degradándose progresivamente.

    Si hubiera que hacer caso a la mayoría de historiadores, las agriculturas antiguas se caracterizaban por unos rendimientos productivos muy bajos, generalmente atribuidos a la vulnerabilidad ante fenómenos meteorológicos catastróficos y a la precariedad de los medios técnicos empleados. Pero basta con echar un somero vistazo a la historia de los últimos siglos para plantearse otro tipo de respuestas a la pregunta que formulaba Wrigley.

    Como señalaba Eric R. Wolf, los sectores campesinos forman parte de una estructura social más amplia y compleja en la que se insertan mediante relaciones de poder desiguales que les sitúan en una posición subordinadalxxxvi. Por ello, al analizar las deficiencias que presentaban las sociedades del pasado (patriarcado, dureza en el trabajo, degradación ecológica, escasez material,…) deberá tenerse bien presente en qué grado contribuían las oligarquías locales y las instituciones que históricamente han detentado el poder político, económico y militar a la miseria que sufrían aquéllos que, precisamente, las estaban manteniendo. El papel decisivo de las políticas bélicas del Estado, por ejemplo, en relación a la sobreexplotación de las masas forestales es un hecho bien documentado; y en cuanto a la explotación de las personas, es comúnmente aceptada la sangría que suponía la tansferencia de excedentes del trabajo campesino a los estratos sociales dominantes. Respecto al debate sobre la escasez y el hambre inherentes al mundo preindustrial, un ejemplo sobre la posguerra puede ilustrar un hecho recurrente a lo largo de la historia: la «selectividad social del hambre». En plena época de racionamiento y estraperlo, actividad que fundamentalmente beneficiaba a los grandes propietarios que tenían los medios y gozaban de la impunidad para controlar y abastecer las redes clandestinas de trigo y otros productos, el Instituto Nacional de Colonización entregó al Duque de Medinaceli un millón de dólares para el desarrollo de sus explotaciones agrariaslxxxvii.

    No se trata de esconder los defectos ni de vanagloriar los sectores populares del mundo rural, pero es muy probable que en este caso también sucediera que «el lodo que llevaban pegado procedía de las botas de quienes les pisoteaban»lxxxviii.

    Si se está de acuerdo en que las condiciones de vida actuales apenas ofrecen nada que merezca ser preservado, y no se quiere aceptar «la creencia casi mística de que para el presente no hay remedio, pero que en algún lugar, en el espacio y en el tiempo, la vida humana dejará de ser miserable y embrutecida como lo es ahora»lxxxix, tal vez el estudio crítico de la historia, en este caso de las sociedades rurales, además de facilitar la comprensión del mundo en que nos hallamos puede ofrecer herramientas prácticas para la construcción de nuevos escenarios.

    Una tarea que sin descuidar la centralidad de las cuestiones sociales, tendrá que enfrentar de forma acuciante los aspectos relacionados con la mera supervivencia materialxc partiendo de unas circunstancias francamente descorazonadoras. Como advertía Ellul, «cuando desaparecen determinadas habilidades, es muy difícil que revivan», y en cuanto a las habilidades que históricamente han asegurado nuestra alimentación, es duro constatar que han desaparecido prácticamente todas.

    La recuperación de conocimientos y usos campesinos no asegurará la supervivencia de los colectivos que la lleven a cabo ni evitará que éstos terminen engrosando las filas del ciudadanismo ecológico. Sin embargo, se presenta como una de las pocas fuentes a las que recurrir cuando la acción política desde lo agrario se desarrolla en un paisaje social gravemente desertificado.

    iVersión modificada del texto aparecido en el número 6 de la revista Resquicios.

    ii A lo largo del texto aparecerán continuas referencias a una serie de grupos que serán presentados de forma indefinida e indiferenciada y que corresponden a determinados núcleos rehabitados de montaña, cooperativas de producción agraria y ganadera, asociaciones y cooperativas de consumo, bancos de semillas autogestionados y grupos antidesarrollistas y ecologistas.

    iii Francisco Entrena Durán, Cambios en la construcción social de lo rural, Tecnos, 1998.

    iv Otto Gross, Más allá del diván, Alikornio, 2003

    v Josep Fontana, «Los campesinos en la historia: reflexiones sobre un concepto y unos prejuicios», Revista Historia Social nº28, 1997.

    vi Hay quien define la ecología como la «ingeniería de la naturaleza».

    vii Varias fuentes hablan de unos mil millones de personas que en pleno siglo XXI siguen dedicándose a la producción de alimentos sin apenas tener contacto con el engranaje capitalista industrial. Soberanía Alimentaria: Hacia la democracia en sistemas alimentarios locales, Michael Windfuhr y Jennie Jonsen, FIAN-Internacional.

    viii Jacques Ellul, La Edad de la Técnica, Octaedro, 2003.

    ix Los amigos de Ludd, nº6.

    x Para una aproximación a esta versión de la Agroecología: J.A. López y D. López, Con la comida no se juega, Traficantes de Sueños, 2003

    xi Para no hacer todavía más engorrosa la lectura del texto se utilizarán a menudo conceptos como campesino o campesinado sabiendo que este tipo de generalizaciones teóricas ocultan la complejidad de la realidad que se pretende describir.

    xii Wilken y Barahona, Conocimiento campesino y sujeto social campesino, Revista Mexicana de Sociología, 1987; en Sevilla Guzmán, Desde el pensamiento social agrario, Universidad de Córdoba, 2006.

    xiii «El método experimental en antropología económica», en Sevilla Guzmán y González de Molina, Ecología, campesinado e historia, La Piqueta, 1993.

    xiv La brecha abierta por la industrialización explica la tendencia a meter en el mismo saco de lo «tradicional» un conjunto de realidades tan dispares como puedan serlo la sociedad que padeció la gran Peste del siglo XIV o la que presenció la liquidación de los comunales en el siglo XIX. En este sentido, Jose Manuel Naredo ofrece una definición más acotada del «sistema agrario tradicional» entendido como un estadio de transición entre el modelo feudal y el capitalista en el que conviven aspectos de ambas esferas y que estaba destinado a desaparecer desde el momento en que se formó a principios del siglo XIX. J.M. Naredo, La evolución de la agricultura en España, Laia, 1977.

    xv Camila Montesinos, «Método rural de construcción de conocimiento: reflexiones iniciales», en Estilos de Desarrollo en América Latina, Universidad Católica de Temuco, 1999.

    xvi Sevilla Guzmán, Desde el pensamiento social agrario, op. cit.

    xvii Ibid.

    xviii Víctor M. Toledo, «La racionalidad ecológica de la producción campesina», en Ecología, campesinado e historia, op. cit.

    xix Camila Montesinos, op. cit.

    xx Jean-Guy Goulet, Ways of knowing: towards a narrative ethnography of experience among the Dene Tha, citado en C. Montesinos, op. cit.

    xxi Raúl Iturra, «El método experimental en antropología económica», en Ecología, campesinado e historia, op. cit.

    xxii Wilken y Barahona, op. cit.

    xxiii Sevilla Guzmán, Desde el pensamiento social agrario, op. cit.

    xxiv Camila Montesinos, op. cit.

    xxv Jaw Douve van der Ploeg, «El proceso de trabajo agrícola y la mercantilización», en Ecología, campesinado e historia, op. cit.

    xxvi Guillermo Paz Miño: El valor de la diversidad biológica y sus vínculos con la diversidad cultural, en Diversidad biológica y cultura rural, Mundi-Prensa, 1.998

    xxvii Félix Rodrigo Mora, op. cit.

    xxviii Sevilla Guzmán y Graciela Ottmann, «Los procesos de modernización y cientificación como forma de agresión a la biodiversidad sociocultural», Conferencia Internacional «Estilos de Desarrollo en América Latina».

    xxix Sígrid Muñiz, El Canal Segarra-Garrigues y la (de)construcción de los problemas del agua, trabajo de investigación, ICTA-UAB, 2005

    xxx Ibid.

    xxxi Camila Montesinos, op. cit.

    xxxii Ibid.

    xxxiii Por ejemplo, Albert Howard (Un testamento agrícola) postuló los principios de la agricultura orgánica tras sus investigaciones llevadas a cabo en la India sobre la fertilidad del suelo y su relación con la salud de los cultivos.

    xxxiv Félix Rodrigo, op. cit.

    xxxv Ibid.

    xxxvi Robert Chambers, Rural Development. Putting the Last First, Longman 1983, citado en Sevilla Guzmán, Desde el pensamiento social agrario, op. cit.

    xxxvii El laboreo manual en campos de cierta dimensión es una práctica extinguida, lo cual no es sorprendente debido al esfuerzo extremo que supone

    xxxviii Los animales usados más frecuentemente son caballos, yeguas, mulas o asnos. Los bueyes, que durante siglos fueron el animal de tiro más utilizado, han quedado para el recuerdo o para las apuestas.

    xxxix Félix Rodrigo, op. cit.

    xl Pere Pascual, Agricultura i industrialització a Catalunya, Crítica, 1990

    xli Fruto de su trabajo, este habitante de la Solana ha editado uno de los libros más serios que se hayan escrito desde un pueblo recuperado, y ha presentado un par de cortometrajes en los que se muestra la cotidianidad y la historia del abandono de aquel valle pirenaico: La Solana. Vida cotidiana en un valle altoaragonés, Instituto de Estudios Altoaragoneses, 1999; La chaminera, 2002; ¿Por qué dixamos o nuestro lugar?, 2003

    xlii Instituto de Sociología y Estudios Campesinos (Universidad de Córdoba). Centro de Investigación y Formación de Agricultura Ecológica y Desarrollo Rural (Granada)

    xliii Sígrid Muñiz, op. cit.

    xliv Shanin, op. cit., citado en Sevilla-Guzmán, «El campesinado», en S. del Campo (ed.), Manual de sociología, Taurus, 1991

    xlv Sevilla Guzmán y González de Molina, Ecología, campesinado e historia, op. cit.

    xlvi Chayánov, La organización de la unidad económica campesina, citado en Sevilla Guzmán, Desde el pensamiento social agrario, op. cit.

    xlvii Sevilla Guzmán, Desde el pensamiento social agrario, op. cit.

    xlviii Víctor Manuel Toledo, Ecología y autosuficiencia alimentaria, Siglo XXI, 1986

    xlix Raúl Iturra, op. cit., en Ecología campesinado e historia, op. cit.

    l Sevilla Guzmán, El campesinado, op. cit.

    li El capítulo dedicado a las relaciones de género de Los pies en la tierra (autoría colectiva, Virus, 2006) ofrece buenos ejemplos de la tensión que existe entre el discurso aprendido y los comportamientos observables en torno a estas cuestiones en tres experiencias de este tipo: una de las cooperativas de Bajo el Asfalto está la Huerta, los pueblos okupados en el pre-Pirineo navarro y la Plataforma Transgènics Fora!

    lii Sevilla Guzmán, Desde el pensamiento social agrario, op. cit.

    liii Carlo Ginzburg: El formatge i els cucs, el cosmos d'un moliner del s.XVI, Publicacions de la Universitat de València, 2006

    liv F. Nietzsche, Nihilismo: Escritos Póstumos, Península, 2006

    lv Tivissa, Cançons i tonades de la tradició oral, Centre de promoció de la cultura popular i tradicional catalana, Generalitat de Catalunya, 2007

    lvi Carlo Ginzburg, op. cit.

    lvii Tivissa, op. cit.

    lviii Josep Fontana nos recuerda que la voz campesino es artificial, nueva y sin raíces; no existe en el diccionario castellano de Covarrubias, del siglo XVII, y en el de la Real Academia Española de 1791 no aparece como sustantivo, sino que tiene tan sólo una acepción adjetiva: «lo que toca y pertenece al campo y la persona que anda siempre en él». En el dominio románico, y en inglés, las palabras reales y vivas que designan lo que entendemos por campesino derivan de dos voces latinas: pagensis, el que vive en el pagus o campo (que también ha dado, por otro lado, la voz pagano) y laborator, el que trabaja. De la primera proceden el francés paysan, el inglés peasant, el catalán pagès. De la segunda, en las diversas lenguas de la península Ibérica, las voces labrador, llaurador o labrego. Josep Fontana, op. cit.

    lix Eduardo Sevilla Guzmán, op. cit.

    lx Georges Duby, Guerreros y campesinos. Desarrollo inicial de la economía europea (500-1200), Siglo XXI de España, 1992

    lxi Keith Wrightson y David Levine, Poverty in an English village. Terling, 1525-1700, citado en Josep Fontana, op. cit.

    lxii Ibid .

    lxiii Josep Fontana, op. cit.

    lxiv Ramon Folch, tal vez el ecotecnócrata más popular en Catalunya, lo expresa claramente cuando advierte que, en contra del dicho, poético pero harto inexacto, la mayoría de los tiempos pasados fueron peores. R. Folch, «Camp i ciutat, ambient i progrés», revista Món Laboral, 1991.

    lxv Josep Fontana, op. cit.

    lxvi Ibid.

    lxvii Sevilla Guzmán y González de Molina, Ecología, campesinado e historia, op. cit.

    lxviii Pérez Yruela y Sevilla Guzmán, Agricultura familiar y campesinado, en Rodríguez Zúñiga, MAPA, 1985.

    lxix Günther Anders, Nosotros los hijos de Eichmann, Paidós, 2001.

    lxx Miguel Amorós, Registro de catástrofes, Anagal, 2007.

    lxxi Clément Rosset, La fuerza mayor, Acuarela, 2000.

    lxxii Discurso pronunciado por Franco el 12 de mayo de 1951. Eduardo Sevilla Guzmán, El campesinado en el desarrollo capitalista español. (1.939-1.975), op. cit.

    lxxiii Ibid.

    lxxiv Javier Silvestre Rodríguez, «Las emigraciones interiores en España durante los siglos XIX y XX: una revisión bibliográfica», Revista de Estudios sobre Despoblación y Desarrollo Rural nº2, 2002. Según esta fuente entre 1875 y 1991 las migraciones interiores en España ascendieron a más de 12 millones y medio de personas, la gran mayoría de ellas desplazadas del campo a la ciudad

    lxxv Una concepción generalizada gracias a obras como Primitive Rebels de Eric Hobsbawm

    lxxvi James Scott, Everyday forms of Peasant Resistance, citado en Sevilla Guzmán y González de Molina, Ecología, Campesinado e Historia, op. cit.

    lxxvii Sevilla Guzmán y González de Molina, op. cit.

    lxxviii Martínez Alier, Los huacchilleros del Perú, Ruedo Ibérico, 1973. En Sevilla Guzmán y González de Molina, Ecología, campesinado e historia, op. cit.

    lxxix Eric R. Wolf, Las luchas campesinas del siglo XX, Siglo XXI, 1979.

    lxxx Miguel Amorós, op. cit.

    lxxxi Jacques Ellul, op. cit.

    lxxxii Félix Rodrigo, op. cit.

    lxxxiii Inspirada expresión de un amigo que trabaja en el valle del Tajuña (Madrid).

    lxxxiv González de Molina y Martínez Alier (eds.), Naturaleza transformada, Icaria, 2001.

    lxxxv E. A. Wrigley, Why Poverty is Inevitable in Traditional Societies, 1992. En González de Molina y Martínez Alier (eds.), op. cit.

    lxxxvi Eric R. Wolf, Los campesinos, Labor, 1978

    lxxxvii Eduardo Sevilla Guzmán, El campesinado en el desarrollo capitalista español (1939-1975), op. cit.. Parece que las cosas no han cambiado demasiado desde entonces puesto que ahora la UE sigue proporcionando subvenciones desorbitadas a la duquesa de Alba o a Carlos de Inglaterra a través de los fondos de la PAC.

    lxxxviii Günther Anders, op. cit.

    lxxxix George Orwell, Escritos 1940-1948 Literatura y política, Octaedro, 2001

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